Los dos amigos

En el atizar perpetuo que acunan las estrellas, el licor y el cariño, han hablado de todo o de casi todo: de esa llanura que los vio nacer y que de tan lejana en el tiempo y en la distancia ya la sienten otra piel, la de ellos, pero diferente; la de ellos, pero distinta después de tanto fragor, tanto fervor, tanta fragua. 

Ahora, la piel de los guerreros, la piel de los amigos, está tatuada de sal y de sangre, está tajeada por lanzas y arenas; es una piel sin la voz de sus madres que los llaman a comer, sin la música de los cencerros de las cabras, sin el agua de ningún arroyo; es otra música la que los inspira ya no saben desde cuándo y hasta cuándo.

Son tambores que resuenan y quiebran las piedras, son tambores que los halagó escuchar desde adentro, desde siempre, a los tambores y a sus ecos, a los tambores y las esperanzas que lanzaban al aire como un desafío, una promesa, una manera de ser, de estar y de vivir, una intensa manera de querer, de amar, de sonreírse y de sonreírle al destino… por eso, los dos hombres, los dos amigos, conversan en silencio y beben de esa cascada tempestuosa que también se llama vida.[1]

Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de tanto sentimiento conjugado, algo se quiebra. El ritual cede, se desvanece un segundo o una eternidad, algo sucede —ya la luz va queriendo enterrar a las sombras—, algo ocurre —el ave primera provoca espanto o sinceridad, quien puede saberlo—, algo pasa para que uno de los dos hombres, de los dos amigos, le diga al otro:

—Mi hermano, mi compañero, mi paisano ¿quieres que te diga lo que en verdad siento después de tanto fuego compartido, después de haber vuelto a recorrer juntos las callejuelas del pueblo donde la noche aquella de hace treinta y cinco años fuimos por primera vez a la taberna donde otros soldados, como hoy somos nosotros, enumeraban sus heridas y revivían sus batallas en esa memoria tan propia y tan húmeda que sólo el vino concede? 

El otro hombre, el otro amigo, sólo aguardó que el otro hombre, su amigo de toda una vida, su compañero de los cien barriales sangrientos de las cien batallas amasadas, su paisano de la comarca de los sauces que florecen y las muchachas con las que tuvieron hijos, sus hijos, terminase de hablar. El otro, simplemente, dijo:

—Sucede que estoy cansado de luchar 

La escarcha del amanecer había atrapado sus botas; el viento ululaba pero cuarteaba sus rostros mil veces cuarteado; el sol aún no se animaba, pero se intuía: el día ya sería y con él, la batalla, la última quizás, la decisiva, pero eso no lo podían saber ni ellos, ni nadie, sólo el destino. Por eso, el hombre que había escuchado, sólo apuró el último trago, tomó un puñado de ceniza entre sus manos, se las frotó con ella, miró a su amigo directo a los ojos y le dijo en tributo, cuando el campamento comenzaba a latir con otra fuerza, esa que sólo se siente los días señalados, en las circunstancias señaladas:

—Primero lucharemos una vez más. Luego hablaremos, como siempre lo hemos hecho…

El otro amigo asintió en silencio, aceptando el trato. Se oyó el redoble rebelde y batiente de un tambor; el sol ya comenzaba a coronar el día, el mundo, el universo.

Ocurrió lo que sigue: el hombre que no había hablado, el hombre que escuchaba las confesiones de su amigo, de su compañero, de su paisano de toda la vida, murió ese día, el señalado, combatiendo en la batalla, en esa batalla que le impuso el destino. No pudo escaparse, nadie se escapa pero murió valientemente, murió con ardor, apasionado, murió como un patriota, un hombre o algo más, algo que debería entenderse tal cual: murió como un héroe.

Su amigo, el que le había confesado que ya estaba cansado de luchar, lloró como sólo los valientes pueden llorar la muerte de un amigo y lo honró, delante de cien mil soldados como era él mismo, cuando fue enterrado, junto con todos los demás fallecidos en un combate que no fue ni el último ni el decisivo, sólo fue una batalla más.

Pero sucedió también que para aquel que se confesó antes de esa batalla que quería sentir la última y la decisiva, tampoco lo fue. La muerte de su amigo, de su compañero, de su paisano, lo precipitó a cien combates más, a mil batallas que vinieron por delante, en cada desierto que atravesó, en cada ciénaga donde se encontró, en los precipicios que lo acosaron. Las siguió librando una a una y todas hasta que en una de esas, también murió, también acabó su vida.

Otro amigo, pero esta vez de la travesía, no de su pueblo, fue el que lo honró cuando hubo que hacerlo. El amigo del amigo de ese amigo fue tal vez —¿quién puede humanamente[2]saberlo?— el que me contó esta historia que sólo transcribo tal y como me fue contada. La escribo al calor, el amparo y la luz de una fogata.

Todos los demás hombres duermen, pero yo no. Mañana será la batalla, tal vez la decisiva, tal vez la definitiva. Eso no lo puedo saber ni yo, ni nadie. Sólo lo sabe el destino, por eso anoto esta historia para que cuando el resto de los hombres la lean, sepan y sientan que hay algo mucho más fuerte que la muerte que tal vez me espere tan próxima tan propia ahora que es el alba y la escarcha del amanecer atrapó mis botas. 

El viento ulula a mi oído pero me cuartea el rostro, mi rostro mil veces cuarteado.

El sol, aún no se anima a salir, pero ya sale, ya sale, el sol siempre sale, el sol siempre va a volver a salir.  

Esa es nuestra esperanza, y también nuestra gloria.

Esta es la historia que me contaron y también mi historia.

Tal vez en otras circunstancias, que tal vez no parezcan  las mismas pero serán iguales, los días que ya pasaron y los días por venir, serán además, en un aliento y un vuelo, la historia del mundo.

No el del mío, aquí en el medio del desierto, ahora que ya suenan los tambores de la guerra, ahora que ya suenan los redobles de la muerte, tan lejos de mi casa.

También será la historia de todos 

La historia

Todos[3]

Tang Chu

Poeta chino del siglo X DC, murió en combate el año 978

Tomado del Shujing, el Libro de los Documentos, Edición a cargo del Instituto de Recuperación de la Historia, Beijing, 1999

Traducción libre y notas de Pablo Cingolani[4]

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