Según dijeron, “existe incertidumbre acerca de los efectos de la exposición prolongada de dosis bajas de pesticidas. Los sistemas de supervisión actuales son inadecuados para definir los riesgos potenciales relacionados con el uso de pesticidas y con enfermedades relacionadas con pesticidas. (…) Teniendo en cuenta estas faltas de datos, es prudente limitar la exposición a pesticidas y usar los pesticidas químicos menos tóxicos o recurrir a alternativas no químicas”. Pero caminamos en el sentido contrario, porque además de la exposición directa que sufren muchas personas, todos acabamos “tragando” alguna clase de pesticidas transportados por los alimentos que contienen transgénicos.

En la actualidad, dos de los transgénicos más extendidos llegan, aunque sea en bajas dosis o como residuos, a nuestros platos. Soya bañada de un pesticida llamado glifosato y maíz que incorpora una toxina letal para los insectos. La soya, no la confundamos con la usada en la alimentación asiática, nos llega desde el cono Sur de Latinoamérica y especialmente de Argentina, y su rasgo transgénico la hace inmortal a dicho pesticida, por lo tanto se le riega con esa sustancia. Aunque aquí no consumimos esa soja directamente, es la base de la alimentación de nuestra ganadería intensiva y un ingrediente importante de la comida industrial donde la encontramos como lecitina, un emulgente de las grasas, que se encuentra en la bollería, las salsas, las papillas, etc. ¿Y qué ocurre con los seres humanos que entran en contacto directo con el glifosato como ocurre en muchas poblaciones de esas regiones? Los datos empíricos son claros: malformaciones embrionarias, enfermedades dérmicas, respiratorias y aumento de casos de cáncer.

Y en el laboratorio, cuando se estudia con animales hay ya numerosos y rigurosos estudios muy preocupantes: El Dr. Robert Bellé, Director del Centro Nacional de Investigaciones de Roscoff en Francia, determinó que el glifosato puede inhibir el cese de la reproducción de una célula; el Dr. Dick Ralea de la Universidad de Pittsburg (USA) descubrió que la aplicación de glifosato sobre fuentes de agua con anfibios en desarrollo, destruía el 70% de la biodiversidad de anfibios y el 86% en renacuajos ; investigadores oncológicos suecos informaron en el Journal of American Cancer Society de una estrecha relación entre Linfoma No Hodgkin (un tipo de cáncer) y el glifosato; y, por último, los más conocidos estudios dirigidos por el Dr. Gilles-Eric Seralini, de la Universidad de Caen en Francia y asesor de la Comisión Europea, donde demuestra que tal sustancia produce la muerte de las células embrionarias, placentarias y del cordón umbilical, dando origen a malformaciones, teratogénesis y tumores.

El mismo Dr. Seralini alerta en un reciente estudio publicado en International Journal of Biological Science sobre qué le pasa a los animales de experimentación alimentados con maíz con las toxinas Bt antes mencionadas: a los tres meses en los análisis de sangre encuentra un aumento de grasa en sangre (del 20% al 40%), de azúcar (10%) y problemas de riñones y de hígado. Y este maíz, aunque también sólo está aprobado para alimentar ganado, lo tenemos más cerca.

En España hay 100.000 hectáreas dedicadas al cultivo de maíz transgénico. La contaminación de este maíz a los cultivos convencionales o ecológicos para el consumo humano está demostrada.

Y ahora la Comisión Europea ha aprobado un nuevo cultivo transgénico, la patata. Al igual que el maíz y la soja (mayoritariamente de Monsanto al igual que el glifosato requerido) se trata de un cultivo para usos industriales y piensos. Basf, propietaria de la frankenpatata, aspira a ganar unos 20 millones de euros al año. Esta variedad lleva lleva genes resistentes a los antibióticos. Si entran en la cadena alimentaria,  favorecerán la creación de resistencia de las bacterias a esos antibióticos. Y perderemos un recurso médico.

A medida que los transgénicos avanzan, desaparecen las pequeñas fincas productoras de alimentos diversos y de calidad. ¿Son los transgénicos la solución contra el hambre? Pues si no están destinados para el uso humano, está claro que no. Y si cuando nos los comemos nos pasa como a los ratoncitos, ¿por qué no se prohíben? ¿Nuestra mesa está gobernada por Monsanto, Basf y compañía?

* Autor de Lo que hay que comer. Miembro de Veterinarios Sin Fronteras.

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