18 Dic
2013

Bar La Frontera

Cada cual debería tener su mapa. En la cartografía de mi existencia, hay recurrencias, rutas señaladas, hitos brillantes, marcas de antigua data y sitios que son imanes. Uno de estos últimos es un bar cuyo nombre lo devela: La frontera. Está ubicado en La Quiaca, epítome de lo que es frontera, y esto no lo supe hasta que me informaron: mi vida y la vida del bar fueron casi juntas a lo largo de los últimos treinta años. ¿Será posible tal correspondencia? Vaya uno a saberlo. Lo que sí me consta es que el bar, desde el momento que se cruzó conmigo, siempre estuvo ahí y nunca cambió. Resistió, altivo y sereno, los embates de la modernización forzada que vivimos todos por estos lados del mundo. Pero el bar sigue siendo el mismo: un bodegón en el medio de la puna, una fonda en el nervio fronterizo, una pascana a uno de los lados de la raya.

El ritual en La Frontera fue siempre pródigo. Llegabas mutilado, hachado, sediento a mares, alucinado de hambre, llegabas con toda la arena a cuestas y el ardor del cuarzo y los brillos de los cerros espolvoreados por tu cuerpo, llegabas y te derrumbabas en una silla, frente a una mesa. Un dependiente, acaso un mozo, alguien, acudía.

El menú era tan escueto que me lo aprendí de memoria: asado o milanesa con papas fritas o puré pero eso sí, en todas sus combinaciones posibles, descartando desde ya que alguien ose elegir comer puré con papas fritas o viceversa. En suma, el menú en La Frontera eran esos sentenciosos cuatro platos –la globalización gastronómica a la argentina- pero cuando llegabas al sitio aguijoneado por los caminos, desesperado por mascar algo más que aire, rumbeabas a la mesa y sabías –este es el secreto-, sabías que te esperaba uno de ellos y, esto es lo mejor, sabías también que no te defraudaría. Que comerías como un sultán en medio del desierto, qué volverías a recobrar el lazo nutriente con las energías del cosmos, que te ibas a regocijar con el jugo de la carne de la vaca, gloriosa vaca, bendita vaca, y que cuando sintieras crujir a la papa en tu boca, todos los abismos quedarían atrás, todas las distancias se licuarían, y vos, de puro placer sensual, de puro sentirte bien, reconfortado, te sentirías por un momento y una eternidad, el rey del mundo.

Pero esto no era todo. Falta algo esencial. Falta la mojadura del banquete de los andariegos. Falta aplacar la sed y complementar el bolo alimenticio con algo que fluya, con el ingrediente líquido. El océano donde perderse de alegría. El arroyo cristalino que te salva y que redime tus pasos. Falta que te metas entre pecho y espalda un buen vaso de vino tinto, enloqueciéndolo con un buen chorro de soda. Entonces sí: ya no sólo eres el rey del mundo sino que eres el rey del mundo en una fiesta, el día de tu coronación ha llegado y lo estás viviendo.

El vino es danza perpetua y cuando lo inoculas en tu ser, activa hasta la más mínima y absurda de tus moléculas, potencia la sangre, la aclara y la embellece, y eso incide de manera directa en todos tus sentidos. Es por eso que te elevas, te empiezas a elevar, y al principio no lo entiendes, pero luego adviertes porqué ves tan claro todos los caminos, ves tan nítidos todos los destinos y el destino mismo: es porque estás arriba, porque subiste, porque te has elevado, como te iba diciendo. El vino es la alfombra mágica y su pista de despegue no es otra que el bar La frontera, La Quiaca, la puna, los Andes, centro sur oeste de Sudamérica.

Luego, regresas a la mesa y calibras con tus ojos, ojos que ahora ven el destino de frente, a tus compañeros de sitio. Antes, tu concentración estaba puesta en un plato de delicias y una copa milagrosa. Ahora, resucitado y volando, puedes aterrizar en medio de la humanidad que te rodea. A veces, no hubo nadie más que uno y sus sentimientos. Pero otras veces, he encontrado en el ámbito austero del local, a seres tan extremos como las coordenadas geográficas que nos juntaron. Estaban allí, igual que uno, comiendo ese suculento bife, embuchándose el elixir de alboradas. Podían ser mineros o vagabundos. Poetas o parias, que en el fondo es lo mismo.

Uno de ellos me trató de convencer, una noche perdida en la misma noche, de que todo el oro del mundo nos estaba esperando en algún lugar de la puna. Todo-el-oro-de-la-puna: el impetuoso tenía el mapa que le heredó un abuelo que había cateado los despoblados, hacia el oeste, hacia Chile, hacia la nada. Otra vez nos conversamos con uno de esos maestros de escuela que trabajan en esos pueblos olvidados de tanto olvido, se me olvidó que te olvidé a mí que nada se me olvida, como dice esa canción desgarrada. El hombre quería hacer la revolución social, y salvar a los pobres, y quería sumarme a sus filas: arranqué para los lados de Atacama. Unos changos  cargaban guitarras y panderetas. Eran un grupo de blues, de rock, de amor, de dolor, de devoción, de sueños: iban en busca de América pero no de cualquier América, sino de una que les partiera la cabeza y amarrara su corazón.

Un antropólogo buscaba un cactus especialísimo, y te juraba que no pararíamos hasta Neptuno. Un tipo medio destemplado y limado el pobre, como Lady Gaga firma autógrafos, había firmado cheques sin fondo en una ciudad del sur y estaba de huida a Bolivia. Un ex trapecista de circo, ex mago de circo, ex domador de leones de circo, me preguntaba si no había visto alguna carpa grande, carmesí y azul, por donde había venido. Un devoto de la Virgen de Quillacas me aseguró que no se detendría hasta su altar pero que no tenía la más puta idea de cómo llegar: hicimos su mapa en una servilleta. Un vendedor ambulante de libros cambió la edición popular de Diez días que conmovieron al mundo por una jarra de combustible espiritual y díganme ahora que la literatura no vale nada. Mientras tanto, mientras todo eso sucedía, íbamos tomando de a sorbos el vino fuerte del encuentro, el vino honesto de lo fraterno, mientras afuera el sol rajaba el universo o las estrellas se encendían para agasajarlo.

Salir del recinto, salir del bar La frontera, era como salir de la caverna, era como salir del oráculo. Siempre sabías hacia donde debías ir, te devolvía certezas (que costaban el precio módico de un pingüino de vino espeso), te iluminaban allí adentro y te iluminabas por dentro. Sentías que a pesar del frío, a pesar de la distancia, a pesar de todo, la misión no estaba concluida. Y te echabas a andar, volvías al camino, y no mirabas atrás y menos decías adiós. Ese es el aguante: simplemente, te ibas. Simplemente, sentías: volveré, y seguías tu rumbo, seguías tu vida.

Río Abajo, 14 de diciembre de 2013

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