El fin del mundo es un lugar al que se puede volver siempre

A mis amigos

A Juan Esteban, en su cumpleaños

1.

Lo que hay, lo que no hay, lo que se presiente que hay.

Hay: miles de kilómetros recorridos; amor por esas montañas verdes, azules y rojas, silencio, vértigo; piedra debajo, piedra arriba cuando graniza, piedras por todas partes; territorio: un territorio que sólo es posible asir si lo caminas, lo respiras, lo sientes; hay gente dentro de ese territorio, gente amiga, gente que te está esperando, gente del fin del mundo que, con una mirada, te lo dice todo. Hay más: ríos, nieve, selva, desierto, soledad, grandeza. Hay una celebración cotidiana de la belleza, de la naturaleza y un deseo más fuerte que el viento que es invisible…

No hay: duda. Se sabe: los hombres, seres errantes, vamos y volvemos sobre nuestras cicatrices. Una cicatriz se llama Katantika. Otra puede llamarse Watara, otra Tuano. Por eso, no puede existir duda hacia dónde dirigir los pasos.

No hay: demora. Mi corazón me está pidiendo una victoria, un rincón donde esa victoria sea visible, y por eso late fuerte. “Ve y encuéntrala”, me grita.

No hay: distancia. Esa pesadumbre la llevamos dentro, sólo es cuestión de arrojarla a un costado del delirio y seguir adelante.

Lo que se presiente que hay: un secreto por descubrir, que acunaste muchos años, y que si lo hallas, te servirá de estallido para acunar y amarrarte a uno nuevo; el desenlace de una historia (que tal vez  jamás escribirás o que por desarraigada parecía olvidada y por ello nunca la anotaste); otro espejo del destino donde mirarte; humo, jaguares, sacrificio.

Ese destino puede semejarse a un puñado de ruinas perdidas en el medio de un bosque, de una noche, de un laberinto; dos edificios dorados arañados por el tiempo, arrasados; puede semejarse a un lugar situado entre el olvido y tu deseo.

Un lugar que se llame… no importa —Xanadú-Atacama-Patagonia-Apolobamba: el nombre de tu destino está bailando en tu sangre o no interesa.

Es la cartografía mental de tu existencia y en tu geografía onírica siempre deberán arreciar las islas invencibles, los eriales de cuarzo y aliento de guerrero, las cumbres —Bahuajja-Caquiawaca-Anallajchi— que no se ven pero se sienten, los desfiladeros que estimulan, los peces que hablan, las aves que escupen diamantes, los ríos que regresan a su fuente.

O esto: la encrucijada donde lo que hay, lo que no hay y lo que se presiente se juntan. Allá vamos.

2.

Partir: como que el diablo te entrase en el cuerpo y juntando ceniza de druida, el barco de Fitzcarraldo y el ala de un ángel, armas una mochila de sueños, la colmas de mapas que te lleven a ninguna parte, de anzuelos de soles cautivos y lunas peregrinas, de regocijo en la niebla, ansia por el barro, fervor por la arena, y te marchas.

3.

El camino: detonador de ilusiones añejas porque mientras vas andando, vas barriendo con la maldad del mundo y con tu propia maldad, vas sacudiéndote de ese frenesí absurdo de la ciudad y te sacudes, vas desoyendo a tu muerte mientras más avanzas, mientras más recorres esa distancia donde están escritos todos los signos de tu alma: aludes, huellas, muelles.

Un poema en marcha, en fuga, en travesía; una estética del todo y de la nada: clepsidras rotas, estrellas que fugan, razones que naufragan.

4.

De todas las tormentas: Apolobamba.

Agua que sangra: Tuichi, Amazonas, misterio…

De todos los océanos: la historia.

En esa bruma, Túpac Yupanqui y sus diez mil valientes vagando…

De todos los sentimientos: nunca el miedo.

Penetrar un territorio es recobrar el alma.

De todos los itinerarios, las heridas.

Buscar la senda del dolor para conjurarla.

De todas las selvas: la esperanza.

Verla renacer en la lluvia, verla renacer en Apolobamba.

Río Abajo, 3 de abril de 2013

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