Remojar la quinua al sol.  Lavarla hasta sacarle esa espuma que va dejando en las primeras aguas.  Cocinarla sin sal hasta que brote. Batirla con una cuchara de palo hasta que se torne compacta.  Servirla según la preferencia de los comensales con un chorro de leche, o, con un ahogado de ají amarillo, en cualquiera de los casos, adornado con unas buenas tajadas de queso fresco.

Ese delicioso Pesk’e formaba parte de los tradicionales 12 platos con los que la abuela deleitaba en la celebración de la Semana Santa y que en estos tiempos de Año Internacional de la Quinua debía ser infaltable en las mesas bolivianas.

La familia superaba en mucho a los 12 apóstoles en cuyo homenaje –según nuestras creencias católicas –  la abuela desplegaba sus artes culinarias.  En sus manos y en medio de los tentadores aromas que emanaba su cocina, la celebración de la Pascua, era una mezcla de religiosidad y gula, un pecado capital que lo cometíamos con la seguridad que por acción de los judíos, Cristo moría en la Cruz y dejaba a los fieles liberados de la culpa de los pecados, al menos hasta el domingo de resurrección.

Al definir su menú tradicional, lejos estaba la abuela de imaginar que le añadía una dosis de lujuria.  Hace poco más de seis años, cuando se despidió de este mundo y dejó de deleitarnos con su exquisita comida,  no sospechaba ni por asomo, que con su ají de papalisa podía estar provocando los efectos del viagra, que a decir del Canciller David Choquehuanca es una de las secretas virtudes de ese milenario tubérculo. 

Pero al margen de las apreciaciones del Canciller, me recordaba una amiga que “No hay nada más erótico que una buena conversación” y,  en ese sentido, bien podríamos decir que atrapados por los aromas y sabores de la culinaria de la abuela, a la mezcla de religiosidad y gula, se sumaba un toque de erotismo, porque nunca faltaba la prolongada conversación familiar que permitía dar rienda suelta a los chismes que unas y otros compartíamos, con una buena dosis de malas intenciones y por el simple placer de “cocinar a los hechos y sus protagonistas en su propia salsa”. 

No faltaban los ingredientes de mar.  La abuela se las ingeniaba para darle su toque personal a un exquisito ají de cochayuyo, esa alga que hace como veinte años apenas se imponía en los mercados de La Paz y que la degustábamos con cierto sabor a “raro”. Desconocíamos entonces que para que forme parte de nuestra mesa, había sido trabajosamente recolectada por el pueblo mapuche, especialmente los Lafkenche –hombres, mujeres y niños/as de la costa– que desde hace siglos combinan el cultivo de la tierra con la peligrosa "recolección" del cochayuyo, que les exige adentrarse al mar para cortar la base del alga de las rocas de los acantilados y dejar que sea la marea la que saque las algas a la orilla, donde será recogida y puesta a secar sobre las rocas.

A pesar de los precios prohibitivos, la abuela incluía en su menú la sopa de camaroncillos, el arroz a la valenciana con cholgas, y una nogada de bacalao.  Reflexión de sobremesa obligada sobre lo que el enclaustramiento marítimo le costaba a Bolivia y a los bolsillos de sus habitantes.

Para superar el sabor amargo del enclaustramiento, el menú se alternaba con otros ingredientes que nos recordaban el valor de varios productos con los que ancestralmente la naturaleza favoreció a nuestras tierras.

Ahí estaba el color naranja y el sabor dulzón del zapallo, una de las hortalizas llevadas a Europa por los españoles y que 8000 años A.C. ya formaba parte de la dieta de los pueblos originarios.

Las infaltables papas a la huancaína, elaboradas en base a las semillas del maní, originario de las  regiones tropicales de América del Sur.  Entonces ni sospechábamos que Bolivia es el cuarto productor mundial de maní y que cerca de 12.000 productores de los valles de Chuquisaca, Santa Cruz, Cochabamba, Tarija y Potosí generan como 14 millones de dólares anuales por  la exportación orgánica de esta semilla.

La abuela disfrutaba poniendo en la mesa los platillos más variados aprovechando la producción de temporada.  De entrada, una ensalada de palta, seguida de una sopa de papa con achojcha – no sé si era su invento pero nunca más probé algo igual – y, por supuesto, en su “santo menú” no faltaba la kisu humacha, que nuestra querida Domi me recuerda que en castellano significa queso preparado en un guiso jugoso, al que no le puede faltar la huacataya, las habas y las arvejas.

Ya cuando la capacidad de ingesta de los comensales estaba a punto de ser sobrepasada, traía a la mesa dos postres con los que cerraba el festín culinario: arroz con leche espolvoreado con canela molida y compota de duraznos que le recordaban los felices años de su infancia en la finca familiar de Capinota.

Dicen que el sabor y el aroma son soportes privilegiados del recuerdo y, ciertamente, las sopas, las entradas, los postres, los ingredientes, las especias traen a la abuela a nuestra mesa, no sólo en Semana Santa, sino cada día de esta vida que tenemos que vivir en su ausencia.  Su evocación está cargada de sus sabores y sus aromas, pero fundamentalmente de un ingrediente esencial: esa dosis de amor que ponía todos los días no sólo en su cocina, sino también en su manera tan particular de ser madre y abuela.

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