Despidiéndome de Hugo

El pueblo donde vivo —Jupapina— estaba igual que la mañana: desangelado, no había un alma, corría el viento. Fue entonces que lo fui dejando atrás, y me fui internando por el borde del valle, que se abre panorámicamente hacia el sur, y fue allí donde empecé a sentir el peso terrible de las montañas, cubiertas de una niebla espesa, infranqueable, insondable como la muerte. Y sentí que no. Que no subiría a la wak´a a despedirme de nadie, porque todo era una extraña mezcla de poder y de zozobra, de tensión sin límite, de vaya uno a saber qué era en el fondo, pero me espantó, me llenó de un desasosiego tan filoso que pensé que mi corazón podía cortarse en dos, o romperse como una copa, o algo peor. Era una mañana tan hostil que —lo juro— ni perros había por ahí. En un momento, me dejé penetrar por el silencio que me rodeaba, que me acechaba, que me venía acechando, y era tan hondo el vacio, tan sepulcral la sensación, que sentí que todo había terminado, que todo se hallaba suspendido, que todo podía haber muerto. Respiré hondo. Seguí caminando.

Cuando uno lo desea con fe sincera, las cosas suceden. Mirando a la distancia, en un despeje de nubes, estaban los árboles. Son unos eucaliptos solitarios que franquean un puesto ganadero en lo alto de un cerro. Están al borde de una quebrada con bastante agua, de ahí el sitio donde pastean algunas vacas. Volé mentalmente hasta allí pero tampoco era ámbito de despedidas. Seguí caminando hasta que mi corazón lo supo: debajo de los árboles, estaba la quebrada madre, la que recoge todas las aguas, estaba el agua, estaba el río. Estaba el lugar a donde, ahora lo sabía, quería llegar para despedirme. Fue, como siempre es en estos casos. Fue una iluminación. Una revelación que empezaba a llenarme de entusiasmo, así que redoblé la marcha. Mientras lo hacía, mientras subía hacia el ingreso a la quebrada madre, empecé a orar y a meditar, y a trazar mi estrategia ritual.

El agua, en la mayoría de las culturas originarias, siempre significó el acceso hacia el más allá, el camino de entrada a la muerte, incluso en nuestras raíces indoeuropeas. No voy a ahondar en el tema. Sólo diré que por agua partían de la vida, los antiguos reyes; que Icthus es uno de los nombres de Jesús y que Icthus significa pez; que en las culturas de los Andes, las almas volaban desde las cordilleras hacia el oeste para internarse en el océano (la Mama Kocha); que Umasuyu es el País de las Aguas, y el lado oscuro, y que de allí arribó Tunupa, cargando su cruz de chonta, con la que cruzó un lago, abrió un río y luego se perdió donde se pierden sus aguas. Con todo esto rondándome, mi estrategia ritual la definí así: caminaría aguas arriba, enfrentando al agua, hacia las cabeceras del río, hacia donde están o deberían estar los dioses. Quiero ser muy cuidadoso con lo que anoto y no quiero ofender a nadie. Luego, caminaría aguas abajo, a favor de las aguas, con los dioses o su venia y esta parte del rito, sería su núcleo vital, lo esencial de la despedida. En ese acompañar a las aguas río abajo, estaría cifrado todo. Debía constituirse en el testimonio de fe, en su prueba. El problema es que no hay mapas ni manual de instrucciones. Y todo lo anterior, no tenía ningún sentido si no apareciesen señales, señales visibles, señales externas, de que efectivamente el rito se cumpliría, se iba a cumplir. Me metí en la quebrada madre, orando y meditando, meditando y orando, henchidos de fe mis pies ligeros —que saltaban de una piedra a la otra por la serpenteante corriente del río— y colmada de fe también mi alma, abierta, enterrados los pesares y las angustias de cuando no sabía a dónde iba y temía que las montañas se derrumbasen encima de mí, cuando empecé a escuchar una de las maravillas de la naturaleza, uno de los tesoros del estar en la Tierra. Empecé a escuchar la música del agua. Sentí que mi elección había sido la correcta, que mi oráculo íntimo, personal, había hablado y que estaba en la huella de los prodigios. Como si todo esto ya no fuera demasiado, empezó a lloviznar. Fue como si el cielo dijese presente y me dijese: vas bien, hermano, sigue nomás tu peregrinar, sigue nomás…

Deberían escuchar a esas aguas —las aguas del río que cantaron para mí en este trance. Eran dulces guitarras que de improviso te elevaban como si una ola sonora te alzara o locas castañuelas que te marcaban el paso o delfines de otras playas o murmullos de sirenas, agazapadas tras las rocas o todo junto a la vez. Eran cristales que te hablaban, te recordaban otros tiempos —los reyes antiguos, la Mama Kocha—, te deslizaban hacia arriba, siempre hacia arriba y vos ahí, en el medio de la quebrada, te dejabas llevar por esa música, por esa mística, por esa sensación sin límites que sólo te procura lo natural. Eran los blues del agua, su canto mineral, su leyenda y su gloria. Eran tan potentes los sonidos del agua, tan fuertes sus cantos y tan sutiles, tan elusivos, tan efímeros, que por un momento sentí que esa era la eternidad, la eternidad concentrada en un momento, la eternidad que uno siempre se pregunta qué es, y que estaba allí, fluía, se deslizaba, aguas abajo, hacia lo que nunca tiene fin ni puede tenerlo, hacia lo imposible pero que puedes tocarlo con la punta de tus dedos, hacia lo que nunca puede morir, ni acabarse, ni extinguirse, ni apagarse, hacia lo que nunca puede ser vencido, es invencible, porque, sencillamente, está más allá del bien y está más allá del mal. Esas aguas, su música simple y profunda, eran uno sola cosa: eran el camino hacia Dios, hacia los dioses, y eran el camino que estaba caminando para despedirme de él.

Entonces, sucedió. Mientras me andaba preguntando hasta dónde caminaría, sucedió. Vino la primera señal. Un temible cono de deyección, un huayco derramado, un volcán, estaba frente a mis ojos. Dije: ¡Mierda! ¡Aquí están! ¡Aquí están los dioses! ¡Esta es su señal! Y trepé por el cerro para ver por arriba la tarea de demolición del huayco; cómo la naturaleza, cuando obra, es implacable; cómo el destino estaba allí, descarnándose, con una muestra exquisita del poder colosal de las fuerzas telúricas, de los propios dioses que son lo mismo. Fue entonces y allí que los invoqué, que les conté de mi misión, del porqué de mi presencia, y confié, confié en el fondo de mi alma y con toda mi fe, que ellos me habían escuchado, que ellos me estaban amparando, que ellos me acompañarían en el descenso, aguas abajo, en la despedida. Y comencé a caminar río abajo.

Y caminaba y oraba, y seguía caminando y meditaba, y volvió a envolverme la música del agua, y esta vez sí que no sabía dónde estaba ni hacia donde iba, me sumergí en el sonido acuático, y me dejé arrastrar por su blues fluvial, por el barro que se hundía bajo mis pies, por la llovizna que me mojaba el rostro y el cuerpo, me dejé arrastrar como si yo también estuviera muerto o estuviera más vivo que nunca.

Entonces, en un momento de irrealidad absoluta o en un instante de lucidez total, nunca lo voy a saber, como imantado por todas las energías del universo, me arrodillé sobre las piedras y toqué las aguas, las invoqué, las ofrendé, las empujé suavemente con mis manos, y les pedí de todo corazón que se lo llevasen bien, que lo amparasen, que lo cuiden en el más allá y que también nos sigan protegiendo a todos nosotros, los que nos quedamos acá. 

Seguí andando aguas abajo siempre, a favor de la corriente, los dioses detrás, cuando terminó de suceder. Empezó como un velo de luz dorada que se reflejaba en las piedras, como luz rebotada, creando esa sensación de beatitud y de bienestar que sólo te brinda ese tipo de luz, que es la luz de las redenciones y de las epifanías, que es la luz que siempre buscamos los que amamos las imágenes. Era muy raro todo. Era mediodía, esa luz era inexplicable a esas horas y yo pensé que se venía sobre mí un arco iris, un símbolo ambiguo: era otra indudable señal de los dioses pero venía mezclada, confusa tal vez. Seguí avanzando por el medio de ese paraguas ámbar, temía hallarme con el arco iris, pero algo pasaba, algo molecular estaba sucediendo, algo tremendo, porque la luz ya no era amarilla ni encapsulada sino que era blanca, blanca, cada vez más blanca, y fue entonces que no pude más y me di la vuelta: ¡Dios santo! ¡El cielo! ¡Se había abierto —y lo juro— sólo sobre el horizonte de la quebrada madre! La felicidad más pura y más plena se apoderó de mí. Las señales coincidían y se conectaban  todas. El ritual de despedida había tenido lugar. Los dioses me habían escuchado. Él podía irse en paz. Al menos desde este rincón de los Andes, él podía hacerlo. Recogí dos piedras de la playa para testimoniar toda la fuerza de los sucesos que narré: una ocre, pequeña, que brillaba como el fondo del ojo de un tigre, y una verde aguamarina, puro deseo, pura esperanza; salí de la quebrada, llegué a la carretera y me volví a mi casa.

Río Abajo, Bolivia, 7 de marzo de 2013

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