14 Ene
2013

:: Hallazgos ::

El río Huacallani, hay que decirlo, en verdad, tampoco es lo que se conoce, técnicamente, como un río; es, con más propiedad geográfica, una quebrada, un imponente huayco, un tajo colosal entre los cerros, que inspira, en verdad que te inspira.

La quebrada tiene vida propia. En invierno, sus aguas son filamentos de plata, tan escuetos, que uno nunca sospecharía que eso, eso tan mínimo, eso tan fugaz pero que fluye, eso es lo que termina horadando la roca. Si quieren allí, en el fondo de la encañonada, pueden encontrar eso: la madre de todas las gotas que socava la montaña. Estuve ahí, es un lugar cargado de energía y beatitud: enormes cuerpos de basalto, piedras tan grandes como casas, y la gota tan leve que las moja, las va mojando, hasta que lo que parece imperturbable, inconmovible y eterno, cede.

En verano, cuando las lluvias arrecian, la quebrada se transforma en un curso de agua abundante. Pero esa agua ya es otra y no es ni cristalina, ni se escurre bajo ningún brillo argentífero, nada de eso: esa agua es roja.  Roja bermejo. Pukamayu, alguien dirá: por eso, nosotros le llamamos como si se tratase de un amigo: río rojo, rio rouge, red river, río vermelho, pukamayu que es río rojo en quechua.

El agua además de roja, está mezclada con sangre. Cuando se le da por crecer de golpe, cuando se viene en turbión, cuando arriba como volcán según dicen los coyas argentinos, cuando huayquea el río, se lleva todo a su paso —a los basaltos, a los árboles, a los sapos, todo— y mata, ha matado. Por eso, más vale que lo respetes a este río no-río, más vale que vayas con cuidado a esta quebrada que aunque parezca tan mansa al sol que la raja, se desata, se torna insensata, insurgente, ruge y devora. Así de áspera es.

Antes, durante las antiguas guerras, estas quebradas sirvieron de refugio, amparo y atajo a los guerrilleros rebeldes. Se internaban a caballo o a pie en sus vericuetos más íntimos y allí acampaban, bajo la protección de las estrellas y la cerrada orografía. Los españoles las temían por muy abruptas y por muy angostas, y porque ya sabían que podían quedar atrapados bajo una galga masiva, bajo una lluvia de piedras, que los arrasaría. Las temían porque sabían que el territorio podía convertirse en tumba.

Los nuestros, luego de las guitarras, el compañerismo que procura el vino y la causa, y el pernocte, sabedores de las disposiciones tácticas de las quebradas, las seguían serpenteando hasta sus cabeceras y subían hasta las cumbres, desde donde volvían a cartografiar la lucha, y así fue, hasta que echaron a los otros de estas comarcas.

Toda una trama estratégica, los hombres y las montañas, que acaso ya no existe, que acaso sólo resiste hecha leyenda y rastro adherido a la piel arrugada de esos cerros, anda latiendo por ahí: ecos de todo ese clamor que retumba en las oquedades, donde viven las vizcachas, tan mansas.

Si no conocen de lo que hablo, y quieren imaginarlo, y que algunos me disculpen tanta osadía para anotarlo, el paisaje que alienta y hace vibrar a la quebrada Huacallani es muy parecido a lo que muestra Peter Jackson en varias secuencias de su trilogía fílmica de El Señor de los Anillos. En el último capítulo de la saga, Aragorn y los suyos —los alzados por la patria transfigurados— ingresan a una gigantesca caverna en una montaña donde –según Tolkien- estaban penando las almas de traidores y cobardes. Para llegar hasta allí, atraviesan unos desfiladeros de arenisca, de formas puntiagudas y caprichosas, como torres de catedrales. Esas vistas de la Tierra Media semejan mucho a estos rincones de los Andes.

En realidad, aunque cada montaña sea diferente, lo montañés es una marca única, un solo hálito recorre todos y cada uno de los colosos de piedra: es la presencia de lo sagrado.

Lejos del ruido del mundo, entre el silencio de los cerros, uno sabe que eso es así. La geología y el tiempo sólo pueden explicarse como asuntos de la divinidad. Al hombre, a la nada insignificante que somos frente a tanta majestad y tanto despliegue hacedor, sólo le queda una elección: conmoverse.

Cuando camino por la playa del Huacallani, voy sintiendo todo esto que rememoro y por eso vuelvo, una y otra vez, porque sé que no me alcanzará una vida para terminar de sentir algo tan simple pero que a la vez es tan profundo como el fondo de los océanos.

***

Ojo de Vidrio, en esta historia, no es Ramón Rocha. Ojo de Vidrio es un perro que vive, con otros perros, una jauría no oficial, en las banquinas de la carretera de Río Abajo. Carolina lo bautizó así porque tiene un ojo de color marrón, terroso, de perro cualquiera, y tiene otro ojo de color celeste, argentino, del perro singular que es. Como ronda en un lugar equivocado, algún hijo de puta lo ha pisado con su carro, y ahora anda rengo, pero rengo con dignidad, como si lo suyo fuese una herida de combate.

Ojo de Vidrio es un perro negro, alegre y aventurero, que se ha convertido en mi último compañero de travesías. Viene conmigo a Huacallani y a caminar los cerros. Cuando lo veo empeñándose junto a mí, rengo y todo el pobre pero tan tenaz, me hace sentir orgulloso de sentirnos equipo, manadita, dúo.

Cuando trepamos, a veces, lo guío yo, a veces me guía él. Ojo de Vidrio, le digo con decisión, ven por aquí. Cuando el guía, va y viene, me mira fijo con su ojo blanquecino, y si pudiera hablar, me diría: ¿no te das cuenta que por ahí no hay paso?

Cuando partimos, tras los saludos de rigor, vamos calentando el cuerpo para la marcha. Siento que él sabe que subiremos montañas, y por eso se alegra. Cuando estamos en el río, él es más feliz que yo —y eso que me pone inmensamente contento cada cosa— cuando mete patas al agua, y se sacude, y baila y corre y se nota que conecta, va conectando con tanta inmensidad y con la más pequeña de las piedras.

Es cuando advierto que su presencia es tan ritual como el ámbito a donde acudimos juntos. Su presencia agrega vida. Su presencia agrega mística.

Eso tal vez él no lo sepa o tal vez sí  —¿quién es uno para saber lo que siente un perro, más un perro como Ojo de Vidrio?—, pero yo se lo agradezco igual, desde mi intimidad más conmovida, siempre se lo agradeceré.

Verlo trepar en tres patas, te hace pensar que hace falta bien poco para encontrar la dicha. Que de lo que se trata, simplemente, es de eso: de encontrarla. Supongo que eso es más fácil en determinadas circunstancias. Por ejemplo, mientras caminas y ves de frente a los farallones que custodian el lecho del río y que se elevan al cielo. No lo sé, eso es cuestión de cada quien.

Dicen que Atila, el gran guerrero, mandó a enterrar con honores de rey huno a un perro cerril pero que se encariñó con él y que lo condujo sin tregua a través de los bosques y ciénagas que antes estaban más allá del Oder. Siempre creí que mi perra Dana prefiere mirar hacia al sur, más que hacia otros destinos, y que ella sabrá por qué lo hace. Ojo de Vidrio es un perro ascensional, que te lleva con él hacia arriba. Cada perro con su sino. Cada perro con su virtud.

***

Entonces, subiendo cómo decía, fue que hallamos la primera.

Era una construcción de piedra, sólida y firme en su base rectangular, que se elevaba un metro del suelo aplanado de la ladera, en algunos casos, un poco más. Encima de lo que funcionaba como plataforma, veías montículos de piedra, de piedra caída, piedra que algo o alguien había hecho caer.

Seguimos andando con Ojo de Vidrio, y de repente, empezamos a ver no sólo uno, sino dos, tres, cuatro de estos túmulos, y en un momento, caí en cuenta, frente a la majestuosidad y la belleza del paisaje que nos agasajaba, que estábamos en un lugar especial, más sagrado aún que todo lo sagrado que nos rodeaba: estábamos en medio de un chullpar destruido, estábamos en medio de un cementerio indígena, estábamos en medio de la morada de los muertos.

Si hay algo que agradecerle a tus pasos es que te conduzcan a sitios como éste. Uno no se obstina en buscarlos, pero de pronto, te encuentran, se te aparecen. Y cuando estás ahí, cuando lo adviertas, cuando te das cuenta que el hallazgo se te ha develado y lo habitas, lo empiezas a habitar, es cuando ya no solamente bienaventuras tu huella, sino que empiezas a oler al destino, que incluye a la vida desde ya, pero que es más potente, porque la guía y rumbea.

Y si estás ahí, sólo con un perro que nada posee y nada desea, y lo sientes tal cual, así de despojado, tal como intento transmitirte, empiezas a sentir que no estás en un lugar tan alejado de todo lo habitual que puede desquiciarte, que no estás en una pampa agreste en la colgadura de un cerro donde el viento te azota y donde también te llueve esa lluvia fría de verano, que no estás en un cementerio olvidado, que ya nadie ofrenda, que ya nadie ni sabe qué existe, te das cuenta que estás donde quieres estar, por convicción pero sobre todo por devoción.

Estás ahí, en el medio de la naturaleza y en el medio de la memoria de esos seres que la compartieron, que la cortejaron, que la moran más allá de sus vidas.

Si eso lo sientes, es cuando te das cuenta que el lugar que hallaste, que el hallazgo al que te condujo la vida, no estaba sólo afuera —en la montaña que aterroriza y deslumbra— sino adentro de vos: el chullpar lo llevabas dentro, lo tenías metido entre tu piel y tu alma, y allí estaban esas piedras, venerables piedras, para que lo compruebes.

Así de fácil, mi dios, puede que sean estas cosas que te cuento, así de fácil.

Mientras seguimos ascendiendo con el perro, fuimos encontrando más prodigios. El hallazgo del silencio mientras se camina, rasgado por el paso del can y mis propios pasos, y contrapunteado por el viento que en la pampa soplaba con fuerza y a veces gemía, pero en la cañada, no. Esa música, no se olvida; esa música no se puede olvidar.

Bajamos al río. Ojo de Vidrio siempre es más feliz, ya lo dije. Ahora bebe agua, salpica, se refresca. Ahora que ha salido el sol del mediodía, ese sol que raspa la piel y la incendia, la playa es un tapiz incrustado de gemas. Te quedas extasiada observándola, acariciándola con la mirada. Alguien, se preguntó, alguna vez, sobre el porqué de las playas, creo que fue Spinetta en su primer libro de poemas, en Guitarra Negra. De improviso, vagabundeando alegremente siguiendo el cauce del río, saltando con Ojo de Vidrio de piedra en piedra, jugando a que no caminas, vuelas… de pronto, me doy cuenta que en una parte de la playa, encuentro mis huellas —las marcas de nuestros zapatos que dejamos con Giulio, la última vez que vine con humano, y nos enterrábamos de lo lindo a cada paso. Estaban ahí, tatuadas en la arena cuajada.

El hallazgo de mis huellas me supo a gloria, a sal, a otras arenas, al recuerdo de otras huellas, a preguntarme: ¿dónde estarán las demás?

¿Dónde estarán las huellas infantiles de la Sierra de la Ventana, aquellas que empezamos a dejar con la guía de Leonel, y a las que luego siguieron las huellas de cada picada patagónica que baqueatamos, las huellas del Tronador, las huellas del arroyo Casalata, huella sobre huella, todas las que fuimos dejando en esos bosques, en esos cerros, en esos momentos que compartimos?

¿Dónde estarán las huellas juveniles que marcamos con Fabián, las huellas de aquellos borceguíes imposibles hoy de usar pero que gastábamos esos días para andar desde Iruya hacia adentro, tan adentro que un día terminamos caminando en Bolivia?

¿Dónde estarán las huellas que dejé en Uruguay, cuando nomadeábamos sus playas oceánicas, sus barcos hundidos y sus sirenas, y donde después de tanto patear y vagar la arena, siempre encontrabas una luz y una jarra a oxidarse en el bar de El Veco, en la barra de Valizas, donde siempre naufragábamos?

¿Dónde estarán las huellas en el salar, las que juramos con el Gastón que no se borrarían jamás?

¿Dónde estarán las huellas que dejamos en el agua con el gordo Aguirre en los cañones del Ichilo?

¿Dónde estarán mis huellas cordilleranas, las de los lados de Apolobamba, donde no sólo fuimos y volvimos por nuestras huellas una y otra vez como poseídos por un mago que nos jaloneaba sino que también lo hicimos como si ellas fueran a la vez nuestras heridas, celebrando a ciegas, danzando de dolor y alegría?

¿Dónde estarán las huellas la vez que fuimos hasta el Aconcagua, sólo para verlo a él, al cerro más alto de todos, y dimos la vuelta por Barreal, sólo para volver a encontrar mis huellas de algo más que un niño en Uspallata, la vez que fui con mi padre al lugar donde desenterraron los caracoles fósiles?

¿Y las huellas de la selva? ¿Y las huellas que sembró Sydney en mi corazón? ¿Y las huellas de la militancia, las huellas de los Montoneros? ¿Y las huellas de lo imposible, las huellas de lo invisible, las huellas de lo que no deja huella? ¿Dónde estarán todas estas huellas y las que no nombraré para no perturbarlas y dejarlas que sigan soñando su sueño de huellas?

Le dije a Ojo de Vidrio que esperara un momento y miré bien. En las huellas de Huacallani, estaban marcadas todas las demás huellas. No faltaba ninguna. Ese fue mi último hallazgo: que las huellas que vas labrando y te va dejando la vida, van con vos a todas partes, nadie nunca jamás te las puede arrancar, si vos las atesoras, si vos no te olvidas. Fue entonces que volví a mirar el tatuaje en la arena, volví a agradecerle a la montaña por tanto tesoro y tanta dicha, y nos volvimos por donde vinimos con el perro negro.

Río Abajo, 12-13 de enero de 2013

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