En defensa de la esperanza

Son más de once meses que veo pasar días tristes. Porque los errores no se rectifican, sino que se reafirman. Porque los compañeros que están dentro del Gobierno y son testigos de cómo estos pasos nos alejan del rumbo callan. Porque con dolor los veo defender lo indefendible.    Durante más de seis años mi trabajo en el Ejecutivo fue mi vida, lo saben quienes me conocen. Sin embargo, mi compromiso con el cambio en Bolivia empezó mucho antes y continúa regalándome sueños e invitándome a soñar y creer, a pesar de todo. Por eso hoy no puedo guardar silencio ante un hecho que me indigna.   No me interesa ningún protagonismo; por esta razón me niego a que mi  vida, identificada con este proceso, que sufre las mismas crisis y goza los mismos éxitos, sea expuesta y utilizada. Por ello me he negado a dar entrevistas y lo seguiré haciendo, con el debido respeto a los medios de comunicación. Debo decir que muchas veces van detrás de lo que ellos quieren escuchar y no de lo que una tiene que decir. Por eso prefiero expresarme de esta manera, a través de esta muy personal declaración.   Ha pasado casi un año desde la represión vergonzosa en Chaparina, de aquel día de violencia cometida contra mujeres, niños. Y todo lo  que allí sucedió permanece en la impunidad.   Son más de once meses de mi renuncia al cargo de ministra de Defensa. Esa decisión implicó un alejamiento del Gobierno, pero no del proceso de cambio que construyó la mayoría del pueblo boliviano, cansado de los atropellos e injusticias que vivimos durante la noche neoliberal.   Y es exactamente ese mismo tiempo el que  he esperado que el Presidente y el Gobierno sean coherentes con lo que predicamos. Que no sólo se realice una investigación imparcial que identifique y establezca responsabilidades, sino también un proceso autocrítico sobre la forma en que se encaró el conflicto. Una íntima reflexión que nos responda cómo llegamos a ese conflicto, por qué se permitió  que la violencia se imponga al diálogo, que la fuerza supere a la razón. Llevo más de once meses esperando cualquier clase de señal que permita al Gobierno volver al sendero forjado por nuestro proceso, por nuestras luchas. Un rescate sobre la base del respeto, la inclusión, la transparencia y la honestidad. Por ese cambio que votamos y defendimos indígenas, originarios, campesinos y mestizos, mujeres y varones, adultos y jóvenes.   No olvido que dos días después de lo sucedido, el Presidente anunció una investigación y abrió la puerta a la posibilidad de recapacitar y dar un paso hacia atrás en el rumbo que se tomó a partir de ese día. En silencio comencé a esperar esa oportunidad y tiempo de reconocer que la violencia y la represión no son el camino. De admitir que lo de Chaparina estuvo mal y retornar a la senda. Sin embargo, el nombramiento de Sacha Llorenti en una embajada o en cualquier otro cargo cierra esa posibilidad. Nos arrebata esa esperanza. No sólo significa impunidad para él o los responsables, sino que es una afirmación tácita de que lo que sucedió el año pasado es considerado válido y justificable.   ¿Qué es lo verdaderamente importante? ¿Quién  preparó el plan? ¿Quién lo propuso? ¿Quién lo autorizó? ¿Quién lo ejecutó?  ¿Quién aplaudió que se ejecutara “limpiamente y sin bajas”?   Importa todo lo que vimos, pero mucho más lo que no vimos. Fuimos espectadores de lo que se ejecutó, pero todavía no podemos ser testigos de una sincera voluntad gubernamental por enmendar el mal, y personalmente creo que el mal no se combate encarcelando o eliminando al malhechor, porque el mal es algo que nace en nosotros y es ahí dónde debemos combatirlo.   No podemos subestimar el sentido común de la gente. Esa profunda intuición que todos tenemos de lo correcto y lo incorrecto, más allá de lo que puedan decir la religión, el gobierno o las leyes. Siempre podremos callar a quien no piense como queremos; pero no callaremos a nuestras conciencias. A ninguna de ellas.   Siento que el pueblo boliviano intuye bien dónde está  la responsabilidad de los sucesos de Chaparina. Si bien se debe respetar la formalidad del proceso judicial,  no necesitamos pruebas ni que una sentencia lo confirme. Ese sería un paso acertado en el marco de la justicia formal, pero no resolvería el problema de fondo, el problema esencial.   Personalmente creo que el problema de fondo es creer que una persona o un grupo puede  encarnar un proceso que tiene un tiempo y actores mucho mayores que nosotros. No se puede confundir la soberanía, la voluntad del pueblo, con los deseos personales. Así tengamos muy buenas intenciones. Mandar obedeciendo implica tomar en cuenta las formas y no sólo los resultados, no se puede sacrificar democracia por eficacia.   Por eso el primer error del Gobierno en el caso de Chaparina es pensar que tiene el monopolio del proceso. Creer que sabe lo que es bueno y malo para nosotros y que, por lo tanto, tiene autoridad para tomar las decisiones por todos e imponerlas a través de la fuerza pública.   Segundo error, pensar  que  mediante el uso de la violencia podemos resolver algo, peor aún acabar con una reivindicación justa. Si bien podemos y debemos enfrentar al enemigo armado en batalla; no podemos utilizar los mismos medios con el pueblo desarmado.   Tercer error, tirar la piedra y esconder la mano detrás de una parodia judicial, que si bien reviste formalmente la intención de hacer justicia en el fondo no engaña a nadie más que a quien la opera.   No estoy en contra del Ejecutivo. Deseo cada día que hagan las cosas bien, porque de su éxito en la implementación del proceso depende que al pueblo boliviano le vaya bien, sé que gobernar no es sencillo y que nadie está exento de errores. Y acá hago una aclaración necesaria, tengo diferencias pequeñas y grandes con el Gobierno; pero no tengo semejanzas con la derecha. Esa que hoy usurpa una bandera y un discurso que se cedió hace un año.   Por eso mi silencio no quiere decir que no tenga diferencias, es tan solo que mi forma de expresarlas no es a través de los  medios, de eso ya hay mucho. Creo que  si la crítica no sirve para construir, y eso demanda considerar la reacción del criticado, es un ejercicio vacuo y algunas veces tan sólo una exhibición de vanidad mesiánica.   Creo en los que necesitamos ideales. Necesitamos esperanzas, necesitamos utopías, como alimento imprescindible para vivir. Pero eso no significa que necesitemos héroes o salvadores. La política no se reduce al arte de gobernar, sino a la forma de vivir:  la política es vida, es lo que vistes, lo que comes,  lo que sientes, lo que callas, lo que dices y sobre todo lo que haces.   Muchas veces he leído a Rafael Puente, con quien me identifico plenamente en sentimiento. Sobretodo cuando desea estar equivocado en relación  a los desatinos gubernamentales, en ese aspecto fundamental nos distinguimos de quienes se llenarán la boca y se alegrarán si es que malos resultados confirman sus augurios.   El proceso de cambio no es monopolio de un partido o  una élite de “iluminados”. La revolución, si es auténtica, no tiene partido, le pertenece a su gente. Nadie debe ser considerado “invitado” del proceso así como ninguno puede creerse más importante que otro compañero. Fuimos fuertes porque fuimos todos, codo a codo. Y ahora todos tenemos el derecho y el deber de defender algo que es nuestro, de luchar por rescatarlo. No se puede tolerar más el argumento de “estás conmigo o estás en contra mía” que ha dañado a tantas revoluciones en el mundo. El principio del pluralismo, permite la coexistencia de muchos mundos en este mundo, no hay cabida para cualquier clase de pensamiento absolutista.     Como un sabio decía, no me preocupa tanto convencer con mi verdad o defenderla, sino vivirla. Las revoluciones se encarnan desde lo más pequeño, en lo cotidiano. Nuestra victoria es dejar que el cambio nazca de nosotros. Que la nueva sociedad que tanto soñamos se materialice en nuestros actos todos los días, en nuestros nuevos valores y compromisos. Debo ser coherente con esto y por eso decidí romper mi silenciosa espera, porque no puedo volcar la mirada a otro lado y hacer como si nada pasara. Porque estos días tristes y sus últimos sucesos casi nos arrebatan nuestra íntima esperanza en el rescate del proceso.  

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