El buñuelo nace, crece, se reproduce y nos lo comemos especialmente en Navidad. Claro que ya se vende  en cualquier época, pero los que tienen el discreto encanto decembrino  siempre sabrán mejor. En diciembre  se da un matrimonio por convención y por convicción entre el buñuelo y la natilla. Cuando a la natilla y al buñuelo se les alborota el erotismo les da por hacer buñuelitos. No importa que el buñuelo siempre haya tenido mejor prensa que la natilla. Ésta va pegada al prestigio de aquel.

En el futuro de todo buñuelo siempre habrá una deliciosa natilla.  En Navidad, en vez de un nudo, se nos hace un buñuelo en el alma. Regalar buñuelos es una forma de desearle la paz al prójimo. Antes era un ritual enviarles natilla y buñuelos a los vecinos. Buñuelo y natilla van siempre juntos como don Quijote y Dulcinea, Tarzán y Jane, Narda y Mandrake, Diana y El Fantasma.  La coalición buñuelos-natilla es un frente nacional gastronómico que jamás prescribe.

En Navidad, tierra prometida del buñuelo, perdíamos la virginidad teológica cuando el niño genio de la cuadra descubría que el Niño Dios era el mismo que llevaba el mercado a la casa. Difícil asimilar la rebajona anímica que suponía cambiar al Niño Dios por nuestro papá en paños menores.

Diciembre tiene la cintura de los buñuelos. Diciembre y buñuelos son parientes cercanos en el árbol genealógico. El buñuelo tiene la cintura de las gordas de Botero que empiezan en alguna parte y no terminan en ninguna.Mientras haya buñuelos, habrá alegría.

El buñuelo desarma los espíritus. Nadie podría disparar un arma con un buñuelo en la mano. Volvamos el mundo un buñuelo. Deberíamos vivir en estado de buñuelo perpetuo. Y como dice la propaganda: Buñuelos días.

El derecho a no cocinarEl cerco se estrecha. Los golpes son cada vez más bajos. Nos están arrinconando, discriminando. Todo porque somos fieles a unos principios y nos negamos a aprender a cocinar. Los neococineros – neoliberales de la sazón, ayatolas de la gastronomía- no nos perdonan que hayamos tomado al pie de letra la vieja admonición de las abuelas: Los hombres en la cocina huelen a rila de gallina.

Luciendo empinado gorro e impecable delantal blanco, estos fundamentalistas-ayatolas del tenedor y la cuchara-  no creen ni en Poncio. Con su prepotencia culinaria se sienten realizados como cualquier popstar. Ven un brócoli y se arrodillan. Conocen una especia y destapan champaña viuda de algún señor por ahí. Les presentan un salmón que ascenderá a ahumado, y se salen del cuero de la felicidad.

Los más beligerantes son ricos recientes, intelectuales puros e impuros, traquetos (mafiosos) en ascenso,  corruptos en alza, políticos en busca del voto perdido, o ejecutivos con úlcera que devengan salarios con orgía de ceros a la derecha. Para desestresarse, en horas de oficina pagan cursillos que nada tienen que ver con el aumento de la productividad empresarial, sino con las virtudes del ajo o los intríngulis de la pimienta. Luego invitan a sus subalternos a casa a que diga: qué delicioso cocina el jefe. El salario del miedo en  novísima versión.

Cada día aparecen más hombres en  revistas o en programas de televisión bañando una langosta, acariciando un pavo, o apanando una chuleta que en días de vacas gordas habitó dentro de un suculeto marrano, calumniado y delicioso alter ego del colesterol.

La televisión, sobre todo la que viene a lomo de satélite, está inundada de Nicks Stellinos o de Aguiñaos que pontifican sobre la forma más artística de desguazar un impávido pollo.

En la mesa, el mejor aperitivo ya no es hablar mal del gobierno. Tampoco se estila el deporte nacional de despotricar del prójimo a los postres, práctica adelgazante que equivale a  500 abdominales y a una sesión de turco y sauna. No, la cháchara girará alrededor de la forma como fulanito e tal, autoascendido a Cordon Bleu, sacó un Ph. D. en el arte de dispersar su majestad el perejil sobre la carne, o el queso parmesano sobre esas lombrices anoréxicas llamadas espaguetis.

"Exquisito, rico. Me tienes que dar la receta", dicen los invitados  más lambones, deseosos de repetir tenida gastronómica rociada con algún vinillo de esos que alegran el corazón del hombre, según la Biblia.

Los invictos vencedores, jamás vencidos que no hemos ido más allá de poner agua a calentar para prepararnos un café, o fritar un proletario huevo, no tenemos arte ni parte en la charla. Nos ningunean. Apenas existimos para los gourmets-gourmands en tiempos de internet, a la hora de endosarnos la lavada de la loza "que es lo que más detesto", según dicen.

Estos especímenes todavía lamentan el suicidio del chef Bernard Loiseau,  quien le dijo adiós a la sazón después de que  los zares de la comida francesa le redujeron la calificación a sus platos. A estos chefs de media petaca, les parece poca cosa que abramos la canal (boca) de par en par para hacerles el homenaje de engullirnos  todo lo que preparan. Desagradecidos. Ignoran que así como la obra de arte queda completa cuando es admirada, lo mismo sucede con el plato que ellos preparan para engordar su currículo (¿ridículo?) gastronómico.

Es hora de que respeten el libre desarrollo de nuestra personalidad y  nos permitan mantenernos a kilómetros luz del olor de la cebolla.

Sospecho que detrás de todo este montaje hay  una evidente estrategia femenista para arrumarnos en  el gueto de la cocina, como un paso más en el empeño de  quedarse con el pan y con el queso del poder. Que después no digan que un feminista con bigote y el sol de los venados a la espalda no advirtió a tiempo sobre el peligro.

El autor es periodista colombiano, colaboraor de Prensa Latina.

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