TIPNIS: La reserva del hogar, de la memoria

[Él] tiene el rostro vuelto hacia el pasado. En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso…[1]

Benjamin pensaba que la verdad había sido sustraída entre los repliegues de las luchas por la historia (¿y qué es la guerra, nos dice Emmanuel Levinas, en Totalidad e infinito, sino el ejercicio del poder político?). La narración histórica, sea la de los historicistas, sea ya la de los progresistas, ha sido un permanente ocultamiento de la verdad, pues no es sino el marco en el cual los “vencedores del ayer” siguen ganado batallas gracias a los “historiadores de hoy”. El progreso ha querido siempre desentenderse del pasado; apunta cual una flecha recta -pero ciega- hacia adelante, hacia un “futuro” en el que apenas subsistan los ecos del pasado, precisamente de ese pasado en el que aún resuenan las voces fantasmales de las víctimas, de los aplastados por el tren del progreso.[2]

La verdad histórica, en este sentido, se conserva aún, imborrable, como pasado en cuanto deuda pendiente.

El verdadero conocimiento histórico ha de ser aquel que recupere, a través de las fisuras del presente, la memoria del pasado postergado. En lugar de un ligero correr presuroso hacia el "futuro", como estilan el historicista y el progresista, el pasado debe venir al presente, pero para mudarlo profundamente, como una “ocurrencia invasora” (Benjamin), como un asalto o como una afluencia de recuerdos, y finalmente arrancarnos del prolongado sueño de la ‘historia oficial’. Este conocimiento advendrá a nuestra conciencia como la sensación de un despertar.

“Hay un saber-aún-no-consciente de lo sido, cuya promoción tiene la estructura del despertar” (Benjamin 1995: 19). ¿De quienes afluirá esta otra historia del saber aún no consciente, la del despertar?

La historia, como bien sabemos, ha sido en la mayoría de los casos la narración victoriosa de las gestas del "fuerte sobre el débil", de la repartición del espacio y de los territorios, del tiempo y del trabajo. Se trata siempre de una correlación de fuerzas. La “fuerza fuerte” (como la denomina Benjamin) proyecta el presente sobre el pasado, como una continuidad que “justifica” históricamente el estado de cosas presente. Opera, por tanto, como dominación.

A la “fuerza débil”, por el contrario, sólo le queda la esperanza -de ahí su ‘débil’ fuerza mesiánica-, al conservar todavía la memoria de aquel pasado pendiente.[3] La fuerza débil trae el asalto de una discontinuidad histórica, la interrupción del tiempo lineal y del progreso, y la irrupción de las débiles voces de los pequeños, la verdad que proviene de los desechos de la historia, la memoria de los sin-nombre.

La historia de los nadie en nuestro país ha permanecido como una constante velada, escasas veces emergente. En aquellas cartas y memorias que Huamán Poma enviaba al rey de España (y de las cuáles éste jamás tuvo conciencia), ya planteaba la existencia de las dos repúblicas, la de los blancos y la de los indios, la de aquellos que imponían el ritmo del trabajo forzado, y aquella otra que representaba “el sueño de los vencidos”. La propia república nace bajo el amparo progresista e ilustrado de borrar el pasado y apuntar al futuro.

Pero será en la centuria decimonónica y particularmente en el período liberal hasta 1920, bajo el lema de “orden y progreso”, cuando con la ley de exvinculación de tierras, se devele la dominación histórica de la “fuerza fuerte”. Tras el fracaso de la insurrección de Zárate Villca, y con la masacre de Jesús de Machaca, los sin-nombre comprenderán que frente al Estado no eran nadie:

En vez de verse a sí mismo como miembros “aceptables” de la sociedad […] con ciertas obligaciones y ciertos privilegios, ellos se consideraban ahora abandonados, aislados y sin protección. En esta nueva situación ellos solos confrontaron enemigos poderosos. Ellos concluyeron que sólo haciendo grandes sacrificios por la comunidad serían capaces de sobrevivir (Grieshaber 1991: 137-138).

A pesar de que los nadie han logrado en los últimos años de nuestra historia algunas modestas reivindicaciones (siempre legítimas), nos tememos mucho que la “fuerza fuerte” sigue perpetuando la dominación y el restablecimiento de la continuidad histórica bajo la misma cantinela del discurso progresista. En una reciente proclama de Pablo Cingolani, quien habla en nombre de los sin-nombre, se repudia la construcción de la carretera por el TIPNIS:

Este ha sido el calvario impuesto a los pueblos de las tierras bajas por todos los proyectos políticos -con el respaldo, en cada caso, de las fuerzas armadas y las iglesias- que hegemonizaron la vida republicana durante los siglos XIX y XX. Lamentablemente, este sigue siendo el horizonte donde se intenta, en el marco del nuevo Estado Plurinacional, descolonizar y parir una sociedad diferente.[4]

Se menciona a un "nuevo Estado" en cuyo "horizonte" se procura descolonizar a las múltiples naciones que alberga, pero cuyas diferencias, paradójicamente, se intenta nuevamente hegemonizar.[5] Se sabe, por otra parte, que la descolonización (en el plano del pensamiento) no puede darse sin un movimiento, doble a su vez, de desterritorialización y reterritorialización (en el plano de las relaciones del hombre y la comunidad con la tierra). En esto reside, precisamente, el conflicto actual. Los diversos grupos étnicos del oriente, aquellas minorías, los pequeños, exigen el derecho de reterritorializarse en un suelo que sienten como propio, como su casa; exigen la desterritorialización inminente de todos aquellos otros grupos (extractores, madereros, cazadores y comerciantes) que buscan únicamente explotar la tierra, a la que no conciben en absoluto como la Terra Mater, sino únicamente como un “espacio útil” desprovisto, claro está, de todo simbolismo mítico o sagrado.[6]

Los indígenas del Oriente se apoyan, con todo derecho, en algunos artículos de la nueva Constitución del Estado Plurinacional.[7] Pero tal parece que las cosas ocurriesen al revés, en lugar de reterritorializarse son ellos mismos los primeros en verse desterritorializados, despojados de sus tierras; y en lugar de desterritorializar a los “extractores”, la construcción de la nueva carretera ofrecería carta blanca para que el capitalismo global efectúe un nuevo movimiento de reterritorialización. Algunos historiadores, como Marcel Detienne, han afirmado que los imperios estatales han efectuado, las más de las veces, un movimiento de desterritorialización de los nativos, cuando se apropiaron del territorio de los grupos locales, o cuando las ciudades se desentienden de sus hinterland (Cf. Deleuze 2001: 87).

Hasta qué punto el pensamiento humano está esencialmente vinculado a la tierra lo demuestra el mismo acontecimiento de la filosofía. Los primeros filósofos griegos, esos insignes viajeros, provenientes por su ascendencia a alguna rama del Asia menor, efectuaron un movimiento de desterritorialización cuando se desplazaron hacia otras tierras, lejos del control territorial del Imperio Persa, y encontraron en las bellas costas de Jonia, frente a la imponente visión del océano, del azur infinito, la terra nova en qué gozar de una libertad de pensamiento. Lo infinito, sin cercos ni límites, para el acontecimiento del pensamiento. Pero cuando la filosofía, es decir, el pensamiento, ingresa en la política solamente puede hacerlo bajo la rúbrica del concepto de utopía (sin-lugar; sin-tierra).

La tierra que reclama el filósofo para el pueblo venidero, para el pueblo de la hermandad, no reside en ningún otro sitio que en el de la utopía: la nueva tierra en la que el hombre deviene finalmente libre. El hecho de que esta aspiración jamás haya sido realizada, no impugna su valor revolucionario (incluso, aún más, cuando todas las revoluciones se ven finalmente traicionadas), puesto que la utopía es la reserva del pensamiento político, el lugar en que se conserva la promesa, como la inagotable esperanza del “tiempo pendiente” (Benjamin).

La filosofía y el arte se unen en este punto, en la constitución de una tierra y un pueblo que aún está por llegar. Pero este pueblo venidero, que el arte y la filosofía reclaman, no ha de provenir de ninguna manera de la “raza dominante”, de aquella que buscó por todos los medios la europeización y occidentalización del mundo, sino, acaso, de “una raza oprimida, bastarda, inferior, anárquica, nómada, irremediablemente menor…” (Deleuze 2001: 111). Acaso provenga de la reserva que late en el corazón del indio.

Si el pensador del mañana deviene indio, esto no significa que hable “por” los indios, sino que “deviene indio, no acaba de devenirlo, tal vez ‘para qué’ el indio devenga él mismo algo más y se libere de su agonía”. Y es que la noción de pueblo es interior al pensamiento mismo, es la proximidad del amigo más íntimo con el que el alma dialoga, la utopía como categoría trascendental. Pero el filósofo o el artista no pueden por sí mismos crearlo, a lo mucho pueden invocarlo…

El artista o el filósofo son del todo incapaces de crear un pueblo, sólo pueden llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables, y ya no puede ocuparse más de arte o de filosofía. Pero los libros de filosofía y las obras de arte también contienen una suma inimaginable de sufrimiento que hace presentir el advenimiento de un pueblo. Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente (Deleuze 2001: 111).

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Se habla mucho de la devastación del TIPNIS, del holocausto de la naturaleza, de los monstruos de metal que derribarán los árboles y los nidos, las guaridas y las estepas en que se desliza silencioso el jaguar, de la pérdida irreversible de cientos de especies, de la profanación de la selva en la que aún fluyen los rezos cristalinos del agua clara… Se habla de todo esto y el dolor es infinito. Los indígenas que resguardan las puertas de este palacio natural lo denominan “la Casa Grande”. Es de la casa que ahora quiero hablar.

La tierra no es únicamente un “espacio” o territorio, es fundamentalmente el hábitat, la casa, el primer hogar. La casa, nos dice Gastón Bachelard en su Poética del espacio, donde se recogen “los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre”, “nuestro rincón del mundo” en que nos sostenemos “a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida”. La casa es “el primer mundo del ser humano”, y “antes de ser ‘lanzado al mundo’ como dicen los metafísicos rápidos, el hombre es depositado en la cuna de la casa”.[8]

El pequeño espacio poético en el que los hombres, íntimamente, se entregan a sus canciones y juegos sagrados, el hogar de la infancia. “Casa, hasta luego!/ No/ puedo decirte/ cuándo/volveremos:/ mañana o no mañana,/ tarde o mucho más tarde./ Un viaje más, pero/ esta vez/ yo quiero/ decirte/ cuánto/ amamos/ tu corazón de piedra:/ qué generosa eres/ con tu fuego ferviente/ en la cocina/ y tu techo/ en que cae/ desgranada/ la lluvia/ como si resbalara/ la música del cielo!”… escribió Neruda en su Tercer libro de las odas.

El arte ha principiado también por la casa. Los “rústicos” dibujos del hombre del paleolítico, encontrados en las rupestres composiciones de Altamira (un hombre boca arriba con cabeza de pájaro, un bisonte herido, caballos que huyen de las flechas) nos dicen ya casi todo del temor humano ante la muerte y del renovado misterio de la vida, su sed de trascendencia. En las rugosas paredes de la caverna vibran los afectos más humanos.

Es significativo que se señale a la arquitectura como la primera, históricamente, entre todas las artes. La casa está abierta al cosmos, al universo. Incluso en las formas contemporáneas de la pintura, en que se componen paredes que parecen venirse hacia abajo, en inverosímiles equilibrios que desafían toda perspectiva, la casa está abierta al espacio que lo circunda, aún cuando no sea ya más que para suspenderse sobre un caótico abismo de rosas y de púrpura… Casa-cosmos, casa-universo. Casa-arte. “El arte empieza tal vez con el animal, o por lo menos con el animal que delimita un territorio y hace una casa” (Deleuze). Un pájaro de los bosques lluviosos de Australia, el Scenopoietes dentirostris, hace caer cada mañana algunas hojas del árbol, las gira para que su cara interna se ofrezca de lleno al sol, y se pone a cantar justo encima, mientras expone la cresta amarilla de su plumaje. ¡Es un entero artista! El indígena reconoce en el animal a un compañero de hogar, a un amigo con el que comparte un mismo territorio, y quizás al contemplarlo susurre emocionado “Pósate en mi mano/ gorrión/ hazme mansa” (Vilma Tapia).

La familiaridad del mundo no resulta únicamente de los hábitos mundanos, sino especialmente de los espacios íntimos que prodiga el hogar y de la calidez que desprenden cada una de sus habitaciones. “La interioridad que ya supone la familiaridad es una intimidad con alguien. La interioridad del recogimiento es una soledad en un mundo ya humano. El recogimiento se refiere a un recibimiento”. Esa interioridad, ese recogimiento y recibimiento, donados por la Madre-Tierra, por la Casa-Madre, tienen por condición hospitalaria a la Mujer. “La mujer es la condición del recogimiento, de la interioridad de la Casa y de la habitación” (Levinas 2006: 171-172).

La casa que funda la posesión no es posesión en el mismo sentido que las cosas muebles que puedo recoger y guardar. Es poseída, porque es, desde un comienzo, hospitalaria para su propietario. Lo cual nos remite a su interioridad esencial y al habitante que la habita antes que todo habitante, al que recibe por excelencia, al recibir en sí: al ser femenino (Levinas 2006: 175).[9]

La casa es la interioridad de la residencia del hombre en la tierra. Pero la casa tiene sus ventanas abiertas para aquella ola que nos proviene del altamar de lo infinito. La idea de lo infinito en la subjetividad implica que ésta contiene mucho más de todo lo que podría contener. Hay en toda subjetividad una apertura al exceso, por la que el Yo lejos de ocluirse en sí mismo, recibe necesariamente al Otro. Creemos, en este sentido, que el ser humano, en lugar de ser definido como un ego, se asemeja más bien a una casa viviente, a la interioridad que recibe al otro con un gesto de hospitalidad.

Levinas ha señalado que el verdadero acto ético, el único verdadero, es aquel en que se reconoce al otro en su singularidad absoluta, cuando no se procura un “diálogo” en “equilibrio de fuerzas” que, en el fondo, no buscarían más que las conquistas de lo hegemónico (la totalidad), sino más bien cuando se reconoce la supremacía del Otro sobre el Yo, en una radical asimetría, en un diálogo cara a cara. Pues la asimetría es la única posibilidad por la que el otro, la “fuerza débil” podríamos decir, reconquista los derechos de su singularidad en una universalidad suprema.

El artículo 31 de la Nueva Constitución Política del Estado Plurinacional constituye la gran oportunidad para los derechos del Otro, pues alberga entre sus estatutos los derechos de nuestros pueblos más singulares.

Cuando los Araonas, Pacahuanas, Chacobos, Yaminawas, Cayubabas, Canichanas, Ese Ejjas, Machineri, Moré, T’simanes, Sirioní, Móya Yuki, Ayoreos, Toromonas… y otros más, cuando aquellos que significan la auténtica reserva de nuestra singular plurinacionalidad, concluyan su marcha, esperemos que sean recibidos con hospitalidad por la “casa de gobierno” y que se reconozca en sus rostros el brillo del rostro del Otro.

Sydney Possuelo expresa en su Carta Abierta lo siguiente: “La situación es crítica y todos deberíamos unirnos. No podemos permitir que una parte de la humanidad se extinga. [Ellos] tienen que vivir. Son nuestra esencia más pura, nuestro impulso más vivo. Un mundo sin ellos no valdría la pena y en el futuro no habría perdón para una tragedia tan grande que nos hacemos contra nosotros mismo y el planeta”.[10] Para concluir, nos resta solamente recordar aquellos versos de nuestro querido Pablo Milanés:

La vida no vale nada/ si yo sigo aquí cantando/ cual si no pasara nada./ La vida no vale nada/ si cuatro caen por minuto/ y al final por el abuso/ se decide una jornada…

Notas:

1. El fragmento corresponde a sus Apuntes sobre el concepto de historia. Walter Benjamin constituye, quizás, el filósofo ‘más espiritual’ de la vieja Escuela de Frankfurt. Aspiró a una curiosa simbiosis entre materialismo histórico y mesianismo.

2. La historia de nuestra Latinoamérica, particularmente durante las primeras décadas del pasado siglo, con la avanzada progresista y capitalista, está plagada de innumerables ejemplos. Los mapuches o los gauchos, los quechuas y aymaras, toda aquella ‘indiada salvaje’, junto con sus usos y costumbres, sus “supersticiones e idolatrías”, no eran para los ‘ilustrados círculos positivistas’ sino el obstáculo más irritante para que América pudiera abrirse paso en las andaderas de la modernidad y la “conquista de la civilización”. Sin embargo, los vencedores en la historia, los verdugos, ¡no conseguirán -dice Primo Levi- , no conseguirán, no, que tomemos a las víctimas por culpables!

3. “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido” (Milan Kundera).

4. El artículo, que circula por vía internet, titula Una victoria de la VII Marcha Indígena, y fue escrita desde Río abajo el 5 de octubre del 2011.

5. Nietzsche: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y esta es la mentira que se desliza por su boca: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo’”. Friedrich Nietzsche, Así hablo Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1983, p. 82.

6. Veamos, por otra parte, que la desacralización y desmitificación progresiva de la naturaleza y la vida, del tiempo y del espacio, es decir, la desacralización de lo real, no hubiera sido posible sin la emergencia de las ciencias modernas, del ascenso de la burguesía y de la economía capitalista a partir del siglo XVIII.

7. El artículo 31 de la Constitución Política del Estado Plurinacional establece: I. Las naciones y pueblos indígenas originarios, en peligro de extinción, en situación de aislamiento voluntario y no contactados, serán protegidos y respetados en su forma de de vida individual y colectiva; II. Las naciones y pueblos indígenas en aislamiento y no contactados gozan del derecho a mantenerse en esa condición, a la delimitación y consolidación legal del territorio que ocupan y habitan.

8. Todas las expresiones entrecomilladas han sido recogidas del lindo artículo de Juan Araos Úzqueda: Ulises otra vuelta, publicado por Revista Yachay, año 26, n˚ 49.

9. Y no olvidemos que la vivienda moderna, que no es la casa, es según el célebre arquitecto Le Corbusier nada más que “una máquina de residir”. La moderna morada humana “se aliena, pues, entre las innumerables máquinas producidas en serie en las sociedades industriales. La casa ideal del mundo moderno debe ser, ante todo, funcional, es decir, debe permitir a los hombres trabajar y descansar para asegurar su trabajo” (Eliade 1969: 49).

10. Del mismo artículo de Cingolani que mencionáramos más atrás.

Bibliografía

ARAOS ÚZQUEDA, Juan 2009 “Ulises otra vuelta”, Revista Yachay, Cochabamba, Primer Semestre

BENJAMIN, Walter 1995, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Universidad ARCIS y LOM Ediciones, Santiago, Chile, traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles.

CINGOLANI, Pablo 2011 “Una victoria de la VII Marcha Indígena”, artículo de internet, Río Abajo.

DELEUZE Gilles, GUATTARI Félix 2001 ¿Qué es la filosofía?, Ed. Anagrama, Barcelona, sexta edición.

ELIADE, Mircea 1969 Lo sagrado y lo profano, Ed. Guadarrama, Madrid

GRIESHABER P., Edwin 1991 “Resistencia indígena a la venta de tierras comunales”, Revista del Instituto de Estudios Andinos y Amazónicos, Ed. Data, La Paz.

LEVINAS, Emmanuel 2006 Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Ed. Sígueme, Salamanca.

El autor es poeta argentino defensor del TIPNIS.

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