En lugar de que los indicadores de obesidad y malnutrición infantil en el país pudieran ser entendidos como un problema gravísimo de salud pública y de falta de una educación para la salud, de modo que esa comprensión derivara en una reforma educativa que propiciara la organización de aprendizajes significativos tanto para el consumo balanceado de alimentos como para el pleno desarrollo humano, corporal e intelectual, el tema se ha convertido en un asunto donde la negociación de las políticas escolares con las empresas de alimentos no sólo está dejando fuera a expertos, investigadores, padres de familia, estudiantes, profesores y directivos –quienes debieran ser los principales interlocutores de una reforma sustancial–, sino que se ha decidido implantar las medidas, sin más, “de forma gradual” en un horizonte de tres años, esto es, para cuando los que han tomado la iniciativa “regulatoria” ya no estén en sus cargos.

El hecho es que esa iniciativa se ha implantado así, sin el concurso ni la opinión de los más interesados y dejando de lado principios fundamentales –diríamos elementales– que debieran ser debatidos y conocidos. Por ejemplo: nunca se expuso de manera explícita, clara y precisa cómo las acciones regulatorias de la comida chatarra en las escuelas se organizarán como parte del currículum de la educación básica, ni de qué manera se socializarán al interior de los planteles, en las cooperativas escolares, en las tiendas de abarrotes y supermercados, ni cómo llegarán a ser un motivo de educación y cultura para el desarrollo de nuevos hábitos alimentarios en las familias de los alumnos.

Tampoco se ha dicho que, para aplicar las tímidas medidas propuestas, por lo menos se tomará en cuenta la gran diversidad y riqueza culinaria que existe en el país (ésta debiera ser una de nuestras fortalezas, digamos pedagógicas, frente a la comida chatarra). Menos aún se ha planteado lo que se hará para enfrentar las enormes desigualdades que se reproducen en el sistema educativo, precisamente, por las iniquidades en el acceso a los alimentos considerados como saludables para el pleno desarrollo de niños y jóvenes, y que adecuadamente consumidos pueden evitar la propagación de altos niveles de diabetes, hipertensión, obesidad y problemas cardiacos en las actuales generaciones.

Por supuesto que el problema de salud pública que se tiene enfrente no se reduce a esas enfermedades, sino que tiene que ver, también, con los altos niveles de violencia, bullying, acoso sexual, falta de espacios para la recreación y el deporte, para la convivencia y para el aprendizaje sobre el medio ambiente y la sustentabilidad, todo lo cual debiera formar parte de un currículum referido a la salud integral de los estudiantes.

Nada de lo anterior ha sido discutido, pero ya se ha impuesto la regulación de la comida chatarra en las escuelas, y con las prisas de negociar el asunto con las grandes empresas de alimentos y bebidas, tampoco se tocó (ni siquiera se ha mencionado) la regulación de la propaganda televisiva de la comida chatarra, de la violencia chatarra y de la educación chatarra que se transmite a diario y a todas horas, como si esto no importara para los fines que se buscan.

Los alimentos chatarra, entonces, siguen en las escuelas, y con ello una política del mismo tipo: superficial, abaratada y sin sustancia.

Fuente: proceso.com.mx

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